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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: May 12, 2018
Este es el 4º artículo de una serie de diez.
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
Cuando nos encontramos con alguien en una reunión social, una de las primeras preguntas que solemos hacer es normalmente, “¿A qué te dedicas?” o “¿Dónde trabajas?” A veces estas clases de conversaciones nos podrían parecer algo huecas. Sabemos que nuestras ocupaciones no nos definen. Hay mucho más en nosotros que aquello con lo que “nos ganamos la vida.”
Aunque una fiesta o una conferencia no sea el lugar de explorar preguntas más profundas, deseamos saber quiénes somos de manera significativa, ser conocidos por nuestra identidad más profunda, e incluso saber hacia dónde nos dirigimos. Estas aspiraciones van al núcleo de lo que significa ser humanos, de lo que significa ser el ser humano concreto que somos cada uno de nosotros.
Como cristianos, no somos diferentes a los demás en nuestra búsqueda de sentido y de identidad y destino personal. Pero, como cristianos, tenemos a nuestra disposición el testimonio guía de las Escrituras. Es dentro de estas sagradas historias y enseñanzas donde empezamos a desvelar quiénes somos y hacia dónde vamos.
Nuestra Biblia comienza con dos relatos de la creación. Los escritores ofrecen testimonio de su encuentro con el Dios de la creación que modeló la tierra misma y todo lo que hay en ella. Estos relatos no pretenden tanto describir exactamente cuándo o como llegamos a tener ser, cuando dar testimonio de la realidad de la obra creadora de Dios en el mundo.
Un estribillo constante en todo el primer capítulo del Génesis es: “Dios vio que era bueno.” El mundo bullía de vida, coronado con la creación de los seres humanos, hechos a imagen del propio Dios (Gén 1,27). Estar hecho a imagen de Dios significa que tenemos dentro una participación o chispa de divinidad y que, a dondequiera que vayamos, llevamos a Dios con nosotros.
El salmista reflexiona sobre la obra amorosa y creativa de Dios con sorpresa y maravilla: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Los hiciste poco menores que los ángeles, los coronaste de Gloria y majestad” (Sal 8,3-5). Si nuestra identidad está enraizada en esta comprensión de un Dios que nos modeló con amor para ser portadores de la presencia divina en nuestro mundo, reconocemos dentro de nosotros un sentido de nuestra notable dignidad.
Nuestra identidad también está ligada a una relación dinámica con el Dios que nos conoce y que nos ama. De nuevo, las palabras de un salmo captan algo de este íntimo conocimiento: “Me formaste en lo profundo de mi ser; me entretejiste en las entrañas de mi madre. Te alabo porque fui creado portentosamente … Conoces todo mi ser” (Sal 139,13-14). Nuestro Creador nos conoce mejor que nadie.
Cuando Pablo les escribió a los corintios, les recordó las palabras de Dios: “Seré para ustedes un padre, y ustedes serán mis hijos e hijas, dice el Señor, el Todopoderoso” (2 Cor 6,18, citando a 2 Sam 7,14; Salmo 2,7; Isa 43,6 y Jer 31,9). Se nos asegura que los seguidores de Jesús son hijos de Dios, íntimamente unidos al Dios que nos permite llamarle, “Abba, Padre” (ver Juan 1,12; Rom 8,14-15; Gál 4,7). Un profundo sentido de pertenencia moldea nuestra identidad y nos da la gracia de aceptar nuestra alta llamada.
En toda la Biblia encontramos historias de la llamada de Dios en las vidas de personas Corrientes que luego hicieron cosas extraordinarias en el nombre de Dios. Moisés pasó de ser pastor en fuga a ser una fuerza liberadora para los esclavizados en Egipto. Los profetas eran granjeros y pastores y maestros que se convirtieron en portavoces de Dios exigiendo justiciar y proclamando la misericordia. Ester era una mujer judía casada con un gobernante persa que se encontró en posición de salvar a su pueblo de una matanza. María era una joven doncella cuyo consentimiento al plan de Dios abrió paso al nacimiento del Hijo de Dios. Pablo era un judío observante que descubrió en Jesús el coraje de morir a sí mismo y vivir para Cristo.
Nuestras historias todavía no están completamente escritas, pero nuestra identidad está establecida y nuestro destino es Seguro. Podemos estar tranquilos de que, conscientes de nuestra dignidad y ligados a un Dios de amor, descubriremos nuestra llamada y creceremos en nuestra capacidad de contestar con confianza a las preguntas: “¿Quién soy?” “¿Cuál es mi destino?”
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 12 de mayo de 2018. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.