Sitio oficial de la Red de la
Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: June 16, 2018
Este es el 5º artículo de una serie de diez.
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
Si alguna vez has estado en una gran reunión familiar, te das cuenta de cómo se convierte rápidamente en una especie de mirada a un álbum de recuerdos familiares. Nos escuchamos mutuamente contar historias y hablar de los parientes que no pudieron venir. Nos maravillamos de lo que pudieron lograr nuestros antepasados a veces con recursos muy escasos y creamos nuevos recuerdos al compartir comidas, actividades, risas y lágrimas.
De cierto modo, nuestras Biblias también se convierten en un tipo de reunión familiar. En sus páginas nos encontramos con nuestros antepasados espirituales y descubrimos que, aunque estemos separados por siglos y culturas, tenemos mucho en común. Es esa dimensión humana, las características de los mortales como el temor y el anhelo, y la ambición y el dolor, arrepentimientos y esperanzas que nos congregan en unidad.
Cuando leemos la historia de la mujer cananea, una gentil que le suplicó a Jesús que sanara a su hija (Mat 15, 21-28), nuestras propias experiencias de desesperación, o de sentirnos extraños en un grupo nos ayudan a entrar en esa escena. Cuando leemos que Jonás nunca deseó llevar el mensaje de Dios a sus peores enemigos, los ninivitas, (Jonás 1), ciertamente sabemos lo incómodo que resulta reconocer nuestra propia terquedad o incluso nuestra resistencia a hacer la voluntad de Dios.
Cuando leemos sobre la violencia que brotó entre Caín y Abel (Gén 4), ¿cómo no relacionarnos con lo que vemos a veces ocurrir en nuestros hogares y vecindarios? Cuando llegamos a la tumba de Jesús con las mujeres que lo siguieron (Marcos 16, 1-8), sentimos nosotros también su profundo sentido de pérdida, dolor, e incluso confusión.
Al familiarizarnos más y más con las formas de estos 73 libros de la Biblia, a veces nos encontramos haciéndonos amigos de las personas que se nos presentan. Imaginamos sus vidas y hacemos conexiones con las nuestras. Escuchamos sus historias como escucharíamos las de una tía abuela o un abuelito querido, o un primo que creíamos haber perdido. Deseamos conocer más del Dios que animó sus vidas y moldeó sus futuros.
Los escritores de los diversos libros de la Biblia nunca pretendieron presentar relatos que pudieran responder a los criterios de exactitud del siglo XXI documentando sus fuentes o escribiendo únicamente con el fin de reportar hechos.
Más bien, los escritores de la Biblia estaban respondiendo a sus experiencias de lo divino y construyeron sus historias de tal manera que la propia presencia de Dios estaba en el núcleo de lo que trataban de transmitir. Estaban modelados por su propia comprensión cultural de lo que era contar historias y por las mociones del Espíritu.
El resultado es una transmisión apasionada de relatos de confianza: la confianza de Dios en nosotros y la creciente confianza del pueblo en Dios.
Rodeados como estados por esta extensa familia de fe, somos más y más capaces de detector a Dios dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Empezamos a sentir esta profunda conexión que comenzó en las regiones agrestes del Oriente Medio y se extendió por todo el mundo a lo largo de muchas generaciones. Sentimos que tenemos la fuerza de vivir vidas dignas de la llamada que hemos recibido, como le recordaba san Pablo a tantas comunidades que recibían su correspondencia.
En su reciente exhortación apostólica sobre la llamada a la santidad, "Alégrense y regocíjense," el Papa Francisco nos dice en el párrafo introductorio que el Señor “quiere que seamos santos y que no nos conformemos con una existencia insípida y mediocre.” Pasa luego a recordarnos que la santidad no está reservada a quienes ya son virtuoso, sino que se hace vida en los modos ordinarios de la vida cotidiana cuando nos volvemos hacia el Señor con apertura.
Al leer y orar con la Biblia, esta apertura a Dios crece dentro de nosotros y nos permite estar contados en el número de los santos. Santos, no perfectos; elegidos, pero no elitistas. La Biblia está llena de gente corriente llamada a ser santa.
Estar entre el pueblo de Dios y ser llamados a la santidad tienen mucho en común. La llamada de Dios y la comunidad de Dios tienen la capacidad de limar nuestras asperezas, afinar nuestro sentido de búsqueda de la verdadera justicia, y permitirnos practicar la misericordia. El esfuerzo por llegar a conocer a nuestra familia de fe merece la pena.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 16 de junio de 2018. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.